
Los domingos eran los días de fútbol en el potrero de mi barrio. El loco José iba siempre al arco, no solo por su retraso mental, también por su físico robusto y por su caminar de piernas abiertas, que le daba una apariencia de patizambo. Siempre era el centro de la burlas, ya sea jugando a las escondidas o al poliladrón. Si nosotros corríamos, él corría sin saber adónde íbamos y, a veces, con tanta agitación, sufría algún vahído y se caía en la calle. Y, de pronto, como una aparición fantasmagórica la figura de la madre que llegaba a rescatarlo, lo levantaba y lo llevaba sujeto por las orejas,
mientras nosotros al grito de ¡el loco José, el loco José!, reíamos junto a los vecinos que eran espectadores pasivos. Pero, a pesar de las burlas prefería estar con sus amigos antes que soportar el maltrato de su madre, la que nunca pudo aceptar un hijo bobo, como lo mencionaba delante de sus vecinas.
La lluvia y el viento unidos como dos amigos eran también nuestros compinches en los juegos de la infancia. Y cuando la monotonía se había apoderado de los espíritus, el loco José se presentaba con su risa alocada para ponerle algo de pimienta a la tarde. Yo lo miraba con su habitual torpeza en su caminar y una sonrisa como un ruego para que lo aceptáramos. Entonces, Jorge, que era el destacado en redacción, escribía una carta de amor para alguna de las chicas amigas, en nombre del loco José. Y enamoradizo como era este se la entregaba con la mejor de sus sonrisas. Era, por supuesto, rechazado, pero a la vez el único que se animaba, a diferencia de sus instigadores, más tímidos. ¡Bien, José, le decíamos, ya vas a ver que en la otra carta la enamoras! Y se alejaba corriendo hacia su casa, con los gritos de su madre retumbando en sus oídos para que vuelva a la casa.
Los juguetes de José siempre estaban olvidados en la vereda. Era el padre el que se los compraba cuando cobraba el sueldo de la fábrica. Se lo veía jugar y reírse solo, inventando vaya a saberse qué juegos, que quizá solo él comprendía en su mente retrasada, ya que si los demás éramos preadolescentes, la mente de José era la de un niño. A la vuelta del colegio los juguetes desparramados en la vereda eran la invitación para robarlos. Javier, el más audaz, siempre era el ladrón de esos juguetes.
Los zapatos agujereados de don Luis, con dos de sus dedos escapados de la puntera, en su taller de chapa y pintura, mostraban sus uñas renegridas. Para entretener a José, que vivía enfrente del taller, le daba algún carburador en desuso para que lo limpiara con nafta. En una de mis visitas a don Luis, José relató que viajando en un tren, una chica lo miraba y lo miraba y no dejaba de mirarlo. Don Luis me hizo una seña de que esa chica era igual a José. Y le dijo: ¡Ma cómo, no te la levantaste! ¡Y cómo la iba a levantar, si era gorda!, fue su firme respuesta, que provocó nuestras risas.
Por la ventana de su casa logré que José se escapara de su madre. El plan fue persuadirlo de que iba a enseñarle a ser un gran pescador. Y esa mañana, bien temprano, me hice la rata en la escuela, y con las cañas de pescar fuimos hasta el río. José iba alegre y charlatán, mientras que yo, su instructor gozaba de la situación. Arrojamos los anzuelos a la espera del pique, mientras que la radio y sus canciones completaban la escena.
Mi grito para el aprendiz de pescador no tardó demasiado, ¡José, tenés que meterte en el medio del río para que pesques más rápido a los peces! De inmediato, dejó la caña y ante mi asombro se alejó corriendo, como cuando corría detrás de sus amigos, e igual a un verdadero instructor, lo estimulé: ¡Dale José, que vos podés, dale que pescás un
tiburón! Y se fue perdiendo de mi visión, hasta que dejé de oír sus bobaliconas carcajadas.
Mi estupor fue tan grande que me quedé como cuando jugaba a la mancha congelada. No me movía, ni siquiera sentí el viento.
Por fin reaccioné y no paré de correr hasta la casa del loco José. Ya no lo pensaba solo como José, antepuse de nuevo el “loco”, como una siniestra manera de alejarlo de mi responsabilidad, o como si el ahogado hubiera sido alguna mascota.
La madre, enterada del hecho, salió corriendo igual que su hijo, y por momentos su figura se intercambiaba con la del loco José, y de nuevo era la madre la que regresaba a mi visión.
La policía, la madre, el padre y los vecinos comenzaron el rastrillaje por todo el río, hasta consiguieron un bote de goma.
Unas horas después, el cuerpo del loco José fue encontrado por los tripulantes del bote, rescatado y puesto suavemente sobre la tierra. Imposible no recordarlo con su sonrisa, con sus ojos abiertos y con su mirada de loco. No dije nada, pero creí ver entre sus manos a un pez muerto.
Hoy, en mi adultez, pienso que esa tragedia puso fin al tiempo de mi infancia.