Mi vecino -el de la planta baja- también es escritor, o él dice que es escritor, aunque no haya publicado ni en los clasificados de los diarios. A veces, cuando nos cruzamos en el edificio, me atormenta con su futura novela, o el proyecto de su novela. Me arriesgaría a decir que no lleva un solo párrafo, una sola palabra escrita, pero, sin embargo, el pobre cristo se deleita hablando de su novela fantasma mucho más allá de su publicación: se estremece hablando de la editorial que lo publicará, la imagen que tendrá la portada del libro, la cantidad de páginas y capítulos, más de veinte mil ejemplares vendidos; críticos, revistas, programas de cultura, todo el mundo hablando de él y su novela; pronta traducción al inglés, francés, portugués e italiano; entrevistas en radios y Almorzando con Mirtha Legrand.
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Mi vecino vive en el proyecto, o en un proyecto, se aferra a él, sin poder, incluso sin intentar, materializar el mismo. Vive en una incesante postergación: siempre es mejor escribir después, siempre se escribe mejor en el después, nunca en el ahora.
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La fatiga llega, como en todo deseo que no se concreta, o se concreta mal, en forma de angustia y en dolor dulce, suicida. No hay forma de escapar de esta toma de consciencia: nuestros límites y miserias salen a la luz y se dejan palpar, nuestra propia muerte se deja ver, y también, más triste aun, el olvido.
A mi vecino le llegó la fatiga en uno de esos bolichitos de mala muerte, para gente grande, entre partidos al truco y puterios de la zona.
– Mirá – me dijo, apretándome el antebrazo – no creo que llegue a publicar nada nunca.
– Eh ya va a llegar la inspiración – improvisé.
– No hay caso che, por más que quiera no hay caso che. – empezó a tartamudear y a trabársele la lengua – Ojalá tuviera la voluntad que tenés vos para escribir.
– Bah, no me jodas – le dije – las macanas que escribo es a cambio de unas chirolas, sino no escribiría. Nunca pude escribir nada serio.- Me quedó mirando con esos ojos de borracho, a medio parpado; parecía cansado, como si hubiera recibido una humillación.
– ¿Y entonces? ¿Qué mierda hacemos? – me dijo como invitando a pelear.
– Ya está, qué querés que te diga. Si estás buscando una explicación, podemos decir, ya que a vos te gusta dártela de marxista, que los asalariados, los tristes empleados como nosotros estamos condenados a no hacer nada más allá de nuestro trabajo inmundo. Estamos alienados, como te gusta decir a vos. Yo, en cambio, que soy un pesimista, digo que nada tiene sentido.