Pocas veces vio la luz del sol la habitación que mira a la playa de estacionamiento del supermercado La Anónima. De afuera tiene la apariencia de ser parte de una casa abandonada o embrujada o en el peor de los casos una habitación de los muchos departamentos que buscan desesperanzados a un pobre diablo que lo alquile. Los postigos de chapa sufren la humillación del tiempo y de los cascotazos de adolescentes aburridos, aunque siente gran satisfacción cuando por las tardes deja filtrar cansados rayos de sol que se aventuran a delatar la espesa nube de polvo que en constante movimiento se va reposando debajo de la cama o entre los libros del estante más alto.
Adentro es más cuadrada de lo que afuera parece. Las paredes, que tal vez hayan sido de color azul, se descascaran por la humedad y producen manchas que en penumbras parecen monstruos amargados. El techo es de cielo raso y también se descascara. Bien en el centro hay un foco de 50 watts amarillo.
Extrañamente no hay telas de araña salvo en los rincones contra el techo, en las bisagras de la puerta o detrás de la estantería con libros. Pero esto no basta para que la habitación sea menos triste, olorosa, agria.
Bajo la ventana se ubica la destartalada cama-cucheta, con un fino colchón sin sabanas, solo una cobija y una almohadita de bebé. A unos pocos centímetros de la cama hay una mesa de plástico playera con unos papeles escritos: pueden ser cartas o un diario íntimo. Una lata de 20 litros cumple la función de silla.
El suelo es un piso alisado, con caída para el rincón de la puerta. Al pisar se siente una arenilla molesta y el piso se parece cada día más a un contrapiso. Sin un orden claro se ve restos de comida, cajas de pizzas, un bolso con ropa, una estufa eléctrica, un vomito blanco reciente, papeles y trapos con mierda, calzados de mujer rotos, preservativos usados, botellas de whiskies y cañas, objetos punzantes. Colgado contra una de las paredes hay un botiquín de primeros auxilios jamás abierto.
En el centro, sentado en el suelo sobre lo que parece ser una alfombra, un hombre que claramente no es el inquilino, se inyecta su dosis de heroína, acostado de costado para no ahogarse con su vómito, mientras mira los libros de la estantería, en la que abundan enciclopedias y manuales de contabilidad, sin una sola presencia de Burroughs, Fante o Carver.
PD: todos los meses alguien (no siempre la misma persona) paga la factura de la luz que es todo lo que se necesita para que la habitación funcione.
La habitación es solo cuatro paredes y un techo, tan insignificante, tan poca cosa, tan necesaria… pero tan necesaria.