Los desgraciados del rancho de barro 

Un grupo de niños, un matrimonio inmerso en la pobreza; prejuicios y remordimientos. Un relato para no leerlo dos veces.

En la última manzana del pueblo, cerca de la feria y al frente de la que fue nuestra casa, había un rancho de barro, bajo, venido a menos. A nosotros no nos permitían ir a jugar al rancho porque corríamos riesgo de que se nos cayera un adoquín en la cabeza, así nos decían. O nos podíamos caer en el pozo del molino viejo, también nos decían.

  Cuando con mis primos y amigos habíamos decidido no escuchar a nuestras madres y conocer una vez por todas el rancho y jugar debajo del arelo, un matrimonio de cincuenta o sesenta años cada uno, corrían el lavarropa roto que trababa la puerta de chapa y se adentraron. Habíamos quedado petrificados al conocer los dueños del rancho, aunque por lo que pudimos escuchar de los adultos ese rancho no era de nadie, y el terreno pertenecía al municipio, aguardando a que volviera un intendente peronista para hacer casitas de barrio.

  El matrimonio llegó una tarde de vientos fuerte, cuando algunos dormían la siesta y otros de sobremesa comían mandarinas. Vivieron en el rancho menos de un mes, hasta que la señora murió y él se fue no sé a dónde. Nosotros nos subíamos al techo de mi casa para verlos hacer. El hombre hacía chucherías con madera que después salía a ofertar casa por casa. La señora vestía muy mal y se la veía sucia; tenia los brazos con vendas. A veces ayudaba al marido sosteniendo una tabla o a medir y marcar donde cortar, pero en seguida se tenía que sentar, dolorida, con gemidos suaves. El marido la miraba de reojo, hasta que ella dejaba de expresar su dolor y se metía toda encorvada dentro del rancho, seguramente para recostarse en la cama. El hombre después de esas escenas, que se repetían día por medio, comenzaba a martillar fuertísimo, para que nadie lo escuchase llorar.

  En casa se decía que ella estaba enferma de algo grave, tuberculosis o algún cáncer de esos bravos. Nos enteramos que murió cuando el hombre cruzó la calle empedrada y nos golpeó la puerta de la cocina. “Buenas tardes” dijo papá “qué busca” “hilo y una aguja para coser” “qué” “es que murió mi señora y no la puedo velar en estas condiciones, quisiera acomodarme los pantalones y la camisa. Juro que devolveré en cuanto termine.”

  Se dice que él mismo armó el ataúd y la veló en el rancho, con tres velas en la cabecera del cajón. Nosotros, disimuladamente, pispiábamos desde nuestra ventana aquel solitario velorio.

   Durante la cena no hubo conversaciones, solo exclamaciones como “pobre tipo” “pobrecita ella” “qué vida, diosito querido”. Más que lamentaciones era la vergüenza de tener al lado del que no tiene. De la vergüenza se pasó a la culpa de poder haber ayudado y no haberlo hecho. Algo así habrán sentido mamá y tía Amelia cuando dijeron “vamos a preparar un buen ramo de flores para darle el pésame mañana”.

Al día siguiente, cuando comenzaba a aclarar, nos despertó los martillazos del hombre que golpeaba más fuerte que de costumbre. Supusimos que estaría clavando la tapa del cajón. A las ocho menos algo pasó el camión de la municipalidad para llevarse la mujer muerta.

 Esa mañana estábamos todos bien vestidos, desayunados y ansiosos por ver qué pasaba. Mamá ya tenía el ramo de flores prolijamente preparado.

  Antes del mediodía vimos que el hombre salió del rancho, puso de nuevo el lavarropa delante de la puerta para trabarla y cruzó hacia nuestra casa, con los poco pelos mojados y raya al medio, con una mochila infantil, rosa, con unos dibujitos de barbies o Hello Kitty, colgada en el hombro izquierdo. Lo atendió papá.

  “Acá le devuelvo el hilo y la aguja” “no era necesario” dijo papá, con una tonada tímida, gangosa. Mamá y tía Amelia se arrimaron hasta la espalda de papá y le dieron el pésame y las flores. “Gracias” fue lo único que dijo el hombre, con una cara difícil de describir, una mezcla de indiferencia, resignación y venganza. Ni siquiera atinó a mirar hacia dentro de nuestra casa para ver qué íbamos a comer. Dio media vuelta, sin saludar, y caminó hacia la ruta para nunca más volver al pueblo.

  Mamá y tía Amelia parecían haber quedado satisfechas de su acción, en seguida retomaron sus vidas risueñas y fingían (o no) haber olvidado al viudo pobre. El resto quedamos de caras largas, incomodos, mirando los rincones de la casa, simulando una sonrisa. Y en lo particular comencé con mis primeras reflexiones sobre el suicidio.  

  Actualmente en el terreno ya no está el rancho ni se corre peligro por un pozo de molino, sino que está decorado con coloridas casitas de barrio.

Compartir

3 comentarios en “<strong>Los desgraciados del rancho de barro </strong>”

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio